En Estados Unidos y en Europa a la opinión pública le importa poco la suerte de este grupo humano, que cruza fronteras o navega en precarias embarcaciones previo pago a mafias que se enriquecen con el tráfico de personas. Son los mismos migrantes irregulares que, cuando consiguen quedarse y convivir con el resto de la población, desempeñan las tareas menos agradecidas que los nacionales desprecian: la construcción, el campo, el cuidado de ancianos o la limpieza en casas. Esos trabajos que no le arrebatan a nadie porque nadie los quiere.
Es una tendencia global: hay consenso entre los gobiernos de las sociedades prósperas para impulsar medidas que restrinjan al máximo el ingreso de migrantes que llegan de manera irregular. En gran parte, esta predisposición obedece al sentimiento generalizado de votantes que en las encuestas manifiestan su preocupación por la presencia de inmigrantes. Y si algo tienen en cuenta los políticos son las cuestiones que puedan afectarles en las urnas.
Sucede igualmente en Estados Unidos y en Europa. Desde unas semanas antes de las elecciones presidenciales, Donald Trump elevó más el tono en contra de los inmigrantes. A pesar de que su mensaje es cada vez más inflamado y salpicado de falsedades, sus seguidores secundan el “relato” de que los inmigrantes que llegan por la frontera sur supuestamente son la fuente de todos los males que afligen a los estadounidenses.
Los datos y los estudios desmontan la falacia de que son los principales responsables de los índices de criminalidad y del desempleo, pero en el imaginario de muchos ha prendido el discurso xenófobo de Trump. De hecho, lo ha rentabilizado en todas sus campañas electorales desde que irrumpió en la política en 2016. Ocho años después, insiste en que, realizará deportaciones masivas y levantará ese infranqueable muro que viene prometiendo desde el principio.
La propia campaña de Harris, consciente de que los electores quieren más “mano dura” con la inmigración, dio un giro en materia migratoria. Se acabó abrazar una perspectiva más humana con un fenómeno que no va a desaparecer: los más pobres y acosados por la violencia no renuncian a una vida mejor en otras tierras.
En cuanto a Europa, sigue el camino que abrió Trump al otro lado del Atlántico. Si en el pasado los países miembros de la Unión Europea tuvieron en cuenta las necesidades apremiantes de migrantes que huían de zonas de conflicto por guerras y hambrunas, la creciente popularidad de la extrema derecha, abanderada de un nacionalismo que pretende blindar fronteras, fuerza a gobiernos centristas y socialdemócratas a modificar sus políticas.
De ese modo, en estos momentos la primera ministra de Italia, la ultraderechista Georgia Meloni, es quien dicta el vuelco, con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, al frente de una propuesta para abrir centros de deportación fuera de los territorios de la UE. Es decir, seguir el ejemplo de Italia, que acaba de inaugurar en Albania (país que aspira a entrar en la UE) un centro de deportación al que trasladan a migrantes que son interceptados en el mar.
Lo que pretende la UE es frenar la inmigración irregular financiando la instalación de estos centros fuera del club comunitario. Y lo quieren hacer aportando fondos a terceros países que, a cambio de convertirse en limbos migratorios, ganan puntos para, algún día, ingresar en la codiciada UE.
En Turquía hay centros en los que sirios y otros migrantes viven indefinidamente en estos centros mientras la UE revisa sus solicitudes de asilo, la mayoría de las cuales son rechazadas y acaban en procesos de deportaciones a sus países de origen que se dilatan o acaban por no ser viables.
Tanto lo que está en boga en Estados Unidos como lo que ahora se impone en Europa resulta atractivo para un electorado que recela de los migrantes sin pruebas que avalen ese rechazo. Sin embargo, en la práctica estas medidas plantean problemas logísticos, legales y éticos. ¿Acaso se puede mantener indefinidamente detenidos y sin libertad a los migrantes? ¿Quién o quiénes velan por la integridad física de quienes acaban hacinados en facilidades fuera de la UE? ¿Qué tipo de garantías en lo referente a derechos humanos ofrecen países como Albania o Turquía, que, hasta ahora, no han cumplido con los requisitos para ingresar en la UE? ¿Qué entidad se asegura de que los países de la UE verdaderamente sopesan cada una de las peticiones de asilo, mientras quienes las solicitan permanecen encarcelados en estos centros?
Por lo pronto, el gobierno turco es objeto de innumerables denuncias y toques de atención de activistas por las violaciones de derechos humanos que se cometen en estos centros financiados por la UE.
Hablemos claro: los países ricos pretenden tapar una realidad que no es nueva (las oleadas migratorias) con enormes centros de detención, por no llamarlos cárceles, en territorios que se convierten en sus cancerberos a cambio de financiación y promesas.
Entretanto, en Estados Unidos y en Europa a la opinión pública le importa poco la suerte de este grupo humano, que cruza fronteras o navega en precarias embarcaciones previo pago a mafias que se enriquecen con el tráfico de personas. Son los mismos migrantes irregulares que, cuando consiguen quedarse y convivir con el resto de la población, desempeñan las tareas menos agradecidas que los nacionales desprecian: la construcción, el campo, el cuidado de ancianos o la limpieza en casas. Esos trabajos que no le arrebatan a nadie porque nadie los quiere.
Seguimos sin elaborar políticas que se ajusten a un panorama que no va a desaparecer por muchas “cárceles” que se erijan en estos limbos, lejos de la mirada de sociedades que necesitan de esa mano de obra barata y sacrificada, pero de la que desconfían por cómoda ignorancia. Parece que todo se resuelve en las urnas, pero eso no es verdad. En algún sitio habita nuestra mala conciencia, si es que la tenemos. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner
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By Gina Montaner