La triste historia del héroe de Cascorro que la prensa nunca contó durante la Guerra de Cuba

Por Israel Viana. Madrid – En la plaza del Cascorro, en el corazón del viejo Madrid, justo donde comienza el Rastro, se alza la estatua de Eloy Gonzalo. Muchos españoles saben poco de este soldado y de lo que le hizo merecedor de un monumento, pero la generación que vivió la terrible Guerra de Cuba lo conoció bien. Era el gran héroe de España. Se podría decir, incluso, que el único que alcanzó verdadera fama en los medios de comunicación tras protagonizar uno de los episodios bélicos más trascendentes de aquel conflicto.

Como decía la revista «Blanco y Negro» el 30 de enero de 1897: «Es, sin duda, el soldado que más popularidad ha alcanzado en la presente guerra. Compendían en él la heroicidad y la bravura de los defensores de Cascorro. Se había prestado voluntariamente a romper el cerco incendiando una casa ocupada por el enemigo y, como creyó segura su muerte, mandó que le atasen una cuerda para que, tirando de ella, sus compañeros impidiesen que el enemigo profanase su cadáver». Lo que ningún periódico ni esos años ni los siguientes fue la triste y curiosa historia que escondía nuestro héroe de aquel enfrentamiento que culminó con la derrota de España, la independencia de Cuba y una nueva era de imperialismo mundial para Estados Unidos.

Todo comenzó para Gonzalo pocas horas después de su nacimiento en Madrid, el 1 de diciembre de 1868, cuando fue abandonado a las 11 de la noche en la inclusa de las Hermanas de la Caridad de la calle Mesón de Paredes, en el barrio de Lavapiés. El frío de aquel invierno fue mortal, pero encontrarona al recién nacido a tiempo. Entre la ropa llevaba una nota para las religiosas –hoy conservada en el Archivo Regional de la Comunidad de Madrid–, que decía: «Este niño nació a las seis de la mañana. Está sin bautizar y rogamos que le ponga por nombre Eloy Gonzalo García, hijo legítimo de Luisa García, soltera, natural de Peñafiel. Abuelos maternos, Santiago y Vicenta».

De familia en familia

El futuro soldado nunca conoció a sus padres, puesto que fue adoptado a los pocos días por la esposa de un guardia civil que acababa de perder a un hijo recién nacido y aún podía darle de mamar. Buscaba, además, los 60 reales bimensuales que le daban de ayuda para sufragar su educación y que a buen seguro le hacía falta. Con esta familia vivió su infancia nuestro héroe, entre los pueblos de San Bartolomé de Pinares (Ávila) y Robledo de Chavela (Madrid). Sin embargo, la ayuda solo se entregaba hasta que el huérfano cumplía los 11 años, de manera que, al alcanzar esa edad, en 1879, no quisieron seguir manteniéndolo a su costa y lo entregaron a otra familia de Chapinería, otro pueblo de Madrid. Detalles de su vida que cuando la prensa de la época reseñaba sus hazañas nunca contó.

Estatua de Eoly Gonzálo en la plaza de Cascorro, en Madrid – José Manuel Mata

Allí se instaló Gonzalo para ganarse la vida como jornalero, peón de albañil, carpintero y aprendiz de barbero, hasta que fue llamado a filas en 1889. En su ficha se le describe como un hombre de pelo castaño, ojos azules y 1,75 metros de estatura. Fue destinado al Regimiento de Dragones Lusitania, 12º de Caballería, donde ascendió al rango de cabo dos años después por su buen comportamiento y su eficiencia en el servicio. En el Ejército encontró su sitio y su razón de ser. Se sentía orgulloso del servicio que prestaba a España tras ser abandonado por su madre y haber llevado una vida de penurias y poco afecto.

Pero no se acabaron aquí las tragedias. En 1892 pasó al Cuerpo de Carabineros del Reino y, en el verano de 1894, fue destinado a la Comandancia de Algeciras. Había encontrado por fin una «familia adoptiva» en la que desarrollarse. Tal es así que, pocos meses, consiguió la seguridad suficientes como para pedirle permiso a sus superiores para casarse con una muchacha que había conocido en la localidad gaditana. Fue entonces cuando su vida, en el momento más feliz, se vino abajo: en febrero de 1895, sorprendió a su prometida en la cama con un joven teniente. Esta nueva y doble traición –la de su novia y la de un oficial– fue demasiado para él y Gonzalo zarandeó al teniente y le amenazó de muerte con su pistola.

Consejo de guerra y prisión

El oficial elevó una queja que acabó en un tribunal militar y nuestro protagonista fue arrestado y sometido a un Consejo de Guerra, en el que fue condenado a 12 años de prisión en Valladolid por un delito de insubordinación. Tenía 27 años y debería haber abandonado la cárcel a los 42, pero en agosto de 1895 el Congreso aprobó una ley de amnistía para todos aquellos presos dispuestos a luchar en la recién comenzada última fase de la Guerra de Cuba. «Algo parecido a lo que hizo Estados Unidos sesenta años más tarde, cuando envió a convictos a la selva de Vietnam», apunta John Lawrence Tone en «Guerra y genocidio en Cuba, 1895-1898» (Turner, 2006).

En noviembre, Gonzalo se acoge a esta nueva ley y pide que lo envíen a la isla para, tal y como expuso en su petición al ministro de Guerra, «limpiar su honra, derramando la sangre por la patria». La lenta maquinaria de la administración agilizó los trámites para aprobar su petición, ya que era necesario el máximo contingente posible para luchar contra los insurrectos cubanos. Así, el 25 de noviembre de 1895 embarca en un vapor en La Coruña con destino a La Habana, donde se incorpora al regimiento María Cristina, para un año después ser destacado en la famosa guarnición de Cascorro, a 60 kilómetros al sureste de Camagüey, en el centro de la isla.

Como defiende Lawrence en su libro, aquel era el lugar perfecto para poder extirpar la culpa con su propia sangre: «Cascorro era indefendible, y el Ejército español nunca debería haber intentado conservarlo. El comandante supremo en Cuba, el capitán general Valeriano Weyler, que llegaría a ser conocido por el público americano como el “Carnicero”, admite en sus memorias que este enclave carecía de importancia militar, además de ser un objetivo muy fácil para los insurrectos cubanos. Con el tiempo, Weyler acabaría abandonando este y otros puestos aislados e inútiles, pero no antes de que Máximo Gómez y Calixto García [jefes del Ejército independentista] iniciaran su asedio el 22 de septiembre de 1896».

El combate con 2.000 cubanos

El panorama de la guarnición al comienzo del combate era desolador. Frente a los dos mil hombres del Ejército Libertador, los españoles solo tenían 170. Estaban diezmados y debilitados por la disentería, la malaria, el tifus, la fiebre amarilla y otras enfermedades y carecían de víveres y municiones suficientes para resistir un combate largo. Tampoco disponían de artillería para responder a los tres cañones cubanos de 70 milímetros. Conociendo su aplastante superioridad, García propuso las condiciones de la rendición, pero el comandante de la guarnición, el capitán Francisco Neila, no quiso ni hablar de ello.

Los cubanos dispararon entonces 219 obuses de artillería sobre los tres pequeños fuertes que defendían Cascorro, matando e hiriendo a 21 soldados. La potencia y precisión de los rifles españoles mantenía a raya a los insurrectos, pero no por ello la situación dejaba de ser insostenible, sobre todo después de que estos tomaran un edificio a escasos 50 metros del fuerte principal, poniendo en grave riesgo la posición española. Tan cerca que incluso los anticuados rifles Remington y Winchester de los insurrectos podían matar de un solo disparo, por lo que Neila ideó un plan desesperado para salvar la situación.

En ese momento solicitó un voluntario para que penetrara tras las líneas enemigas e incendiara el edificio en cuestión. Era un trabajo perfecto para un exconvicto que ansiara redimirse. Gonzalo levantó la mano y puso una única condición: tenían que atarle con una soga larga para que, cuando le mataran, como estaba seguro de que ocurriría, su cuerpo sin vida pudiera ser rescatado por sus compañeros. Y el 5 de octubre, protegido por la oscuridad, se dispuso a ejecutar la operación con un fusil máuser, una lata de petróleo, unas cerillas y muy pocas esperanzas.

La liberación de Cascorro

«La angustia permaneció dibujada en la cara de los defensores, todos pendientes de una cuerda, hasta que empezaron a ver la luz del fuego que comenzaba a devorar el edificio. Lo había conseguido y estaba con vida. Aprovechando el incendio, los españoles realizaron una vigorosa salida contra los sitiadores en la que también tomó parte el valiente soldado que, con su acción, había salvado el destacamento. La resistencia aún tuvo que durar unos días, hasta que, el 6 de octubre, una columna de socorro liberaba la guarnición de Cascorro. La noticia corrió como la pólvora y pronto llegaron los reconocimientos: una medalla pensionada, felicitaciones, donativos y actos públicos», cuenta el historiador Germán Segura García en su artículo «Eloy Gonzalo, héroe de Cascorro» (Revista Española de Defensa, 2018).

En España, la hazaña de Eloy produjo un gran impacto. En la Guerra de Cuba, todas las batallas que se habían librado hasta ese momento fueron de nula trascendencia. Los insurrectos se habían dedicado, sobre todo, a quemar propiedades, volar trenes y atacar puestos aislados, mientras los españoles intentaban apresarlos sin éxito. En medio de esta triste campaña, el heroísmo de nuestro protagonista enalteció el ánimo de los españoles: había conseguido un éxito militar que parecía inalcanzable, dando muestras de un extraordinario valor, regresando sano y salvo de su misión. «Uno de los episodios más gloriosos de estos último días ha sido, sin duda, el sitio del poblado de cascorro», resaltaba «Blanco y Negro» en su edición del 24 de octubre de 1896, dos semanas después de haberse producido este.

La guerra, sin embargo, continuó y el héroe de Cascorro siguió combatiendo activamente en la región de Matanzas, tratando de reducir a las últimas partidas rebeldes durante la primera mitad de 1897. Hasta que el 6 de junio ingresaba en el Hospital Militar de esta ciudad. El 17 del mismo mes, fallecía como consecuencia de una infección intestinal provocada por la mala alimentación del Ejército, la cual le produjo una enterocolitis ulcerosa gangrenosa. Esta enfermedad se manifestaba con episodios de diarrea, cólicos abdominales y fiebre, los cuales padeció durante doce días hasta que sucumbió. A diferencia de muchos de los 50.000 españoles muertos en Cuba, el cadáver de Gonzalo fue repatriado al terminar la lucha en 1898. En 1901, ya se publicaba en la prensa la imagen de su estatua en el Rastro prácticamente colocada.

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